Esta historia me la
contó una chica de unos veinte años, y no le sucedió a ella, sino a su madre,
una Chilena que emigró a Perú para buscarse la vida, teniendo que alquilarse
una casa con su joven esposo que apenas tenía comodidades. Pero eso sí, ella tenía
visitantes misteriosos.
Al principio sólo
eran sonidos, rasguños en la almohada que mantenía abrazada mientras trataba de
descansar después de tantas horas de trabajo. Le asustó, cierto, pero mantuvo
la calma y pensó que era su propio agotamiento el que la hacía tener
alucinaciones auditivas. Los rasguños en la cama no son tan inhabituales ¿no?, muchos
los hemos oído. Son visitantes que quieren comunicarnos que "están ahí
también, que no estamos solos".
La joven vivió con
esa extraña experiencia unos días y terminó por acostumbrarse, pero una noche
ocurrió algo terrible. Estaba tumbada en la cama, descansando, su marido estaba
afeitándose en el cuarto de baño, y de pronto unas lucecitas de un tamaño algo
mayor que el de las canicas, blancas azuladas y brillantes, comenzaron a salir
de debajo de la cama. Subieron, ascendieron hasta ponerse encima de ella, y
bailaron.
La chica las miró
estupefacta, tragó saliva y respiró profundamente. ¿Qué era aquello?, ¿de dónde
salían?, ¿qué las producía?.
Y entonces las luces
comenzaron a bailar con movimientos más bruscos, y una poderosa fuerza salió de
ellas. La chica notó esa fuerza en puñetazos y patadas invisibles que la golpeaban
y estampaban contra las paredes. Gritó, y su marido se cortó con la máquina de
afeitar. Cuando él iba a salir la puerta del cuarto de baño se cerró de golpe.
La chica chilena
emigrante sufrió una paliza que la dejó destrozada, y no pudo hacer una denuncia,
porque en qué comisaría de policía iban a escuchar semejante historia sin
echarse a reír. No volvió a ocurrirle porque volvió a España entre lágrimas y
terrores.
Durante años jamás
contó la historia, y cuando lo hizo, fue para contárselo a su hija, mi
confidente, quien me confesó que su madre no podía hablar del tema sin echarse
a llorar y a temblar. No es para menos. Su hija también lloró al contármelo
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